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5 oct 2012

El Refugio (Un relato que escribí hace tiempo)


I

Hacía calor en la calle, aunque él ya estaba acostumbrado. Llevaba casi dos horas paseando. Caminaba sin rumbo, no pensaba, no miraba, ausente él y todos sus sentidos. Se acabó, se dijo a sí mismo, me voy.

Al día siguiente madrugó, eran las siete de la mañana y la primera luz del alba iluminaba tímidamente su habitación. No quiso desayunar, se vistió y se marchó, sin más. El aire de la mañana le ayudó a despertarse del todo, y le reafirmó en su deseo de marcharse. No podía más, no sabía qué quería hacer, no sabía cómo acabaría, cuáles eran las consecuencias de esa decisión meditada durante más de dos años y tomada en la mañana del día anterior. Dos años de paréntesis, dos años abandonándose, dos años para tomar una decisión a la que sabría que llegaría tarde o temprano. Sin nada más que una mochila y algo de dinero, se encaminó a vivir su vida.

II

            No sé qué le ocurre a Tomás, últimamente le noto ausente, comentó Nico tras un sorbo de café, con poca leche, como todos los días. A mí me pasa igual, ¿has hablado con él?, preguntó Mario. No, no me he atrevido a preguntarle, ya sabes que es muy reservado. Nico chasqueó la lengua. El caso es que llevo dos días sin saber de él, y empiezo a preocuparme. No te preocupes, dijo Mario. Claro que me preocupo, ¿y si se ha ido?

            Nico y Mario estaban en la cafetería que frecuentaban los tres para desayunar. Conocen a Tomás desde la infancia, pero nunca han sabido qué se mueve dentro de su mente, de hecho, siempre han pensado que ni el propio Tomás lo sabe. Lo achacaban a la muerte de su madre. Terminaron sus cafés y sus cigarrillos, hoy pagaba Nico.

III

            Llevo medio día de camino y no sé a dónde me dirijo, pensaba Tomás, lo que le producía un cierto estado de euforia. Tenía la sensación de que era dueño de su destino por primera vez en su vida. Decidió parar en el siguiente pueblo para comer y descansar un poco.

            Tomás tiene treinta y siete años, no tiene estudios, ni tiene oficio. Hijo único, su madre murió cuando él tenía once años. Lo que en ese momento no sabía Tomás es que también empezaría a perder a su padre, que caería en una profunda depresión, apartándose sin remisión de su vida y de su hijo. La librería que regentaban,  fruto de la ilusión, del sueño, de la lucha incansable y de la profunda pasión que su mujer y él compartían por la lectura, pareció notar la amputación, la pérdida de un miembro, de una de las dos fuentes de ilusión, sueño, lucha incansable y profunda pasión. No se sabe si la librería arrastró al padre de Tomás o éste arrastró a aquélla, el caso es que uno y otro morían un poco más a cada año que pasaba. La librería se apagaba y Alfonso dejaba de ser padre. Tomás nunca quiso heredar el negocio, porque nunca heredó la pasión por la lectura. Su padre, por contra, se iba encerrando cada vez más en sí mismo, en su librería, apartándose de la realidad, de la pérdida de su mujer, apartándose de un hijo difícil. La librería, mientras tanto, absorbía cada vez más a Alfonso, exprimiéndole, como si, de esa manera, compensara la pérdida de su otra fuente. Hace dos años que Alfonso cerró la librería.

IV

            Nico se acercó a la vieja librería, cerrada, vacía, convertida en el recuerdo de un pasado mejor. En el piso de arriba vivían Tomás y su padre. Llamó al telefonillo. Tomás no está, no ha dormido esta noche aquí, respondió la voz de Alfonso, y es raro, añadió, nunca ha dormido fuera de casa.

            Nico, de la misma edad de Tomás, es su mejor amigo, aunque él no lo sabe. ¡Este tío es tonto!, piensa. Administrativo de banco, Nico es una persona sencilla. Vive en un piso alquilado en el Centro. De vida tranquila, reparte su tiempo libre con sus dos amigos y la música, su gran pasión. Siempre ha respetado a Tomás, pero nunca le ha entendido. Nunca le ha preguntado, quizás por eso Tomás lo considera su mejor amigo. Ahora que Tomás se ha ido, quiere preguntarle.

V

            Al llegar a un pueblo y tras cinco horas de camino, Tomás siente que va por buen camino. La cercanía del alimento y del descanso es un resorte para su ánimo. Se convence a sí mismo de que va obteniendo lo que quería, dejar lo que tenía. Comenzar una nueva vida. Con esta idea, entró en el primer bar que vio. El aspecto de bar de carretera que le confería su ubicación le hizo pensar que se encontraría con gente que, como él, tenía un camino por recorrer, un sitio al que llegar. Fue decidido hacia la barra. Empezaba a sentirse seguro, pero sobre todo, hambriento. Pidió un refresco y un bocadillo de lomo con queso, que despachó con urgencia. Satisfechas su hambre y su mente, decidió en ese instante que era el momento de empezar a fumar. Empezar de nuevo supone adquirir nuevos hábitos, se dijo.

            Perdone, ¿tiene tabaco, por favor? Se acercó al camarero. ¿Qué fuma?, preguntó éste. Tras tres segundos sin saber qué responder, decidió decir la verdad. La verdad es que nunca he fumado. Pruebe uno de los míos si quiere, le aconsejó el camarero. Así puede saber si le gusta o no antes de comprar una cajetilla. Si no le importa, preferiría comprar tabaco, dijo Tomás con firmeza. Debí haber hecho caso al camarero, pensó, mientras tosía con la primera bocanada de humo.

VI

            Mario, he hablado con su padre, dijo Nico. No sabe a dónde ha ido, pero tampoco le he notado preocupado. Bueno, pues entonces esperemos un poco, aconsejó Mario. Colgó el teléfono y procuró, al igual que el padre, no preocuparse.

            Mario, dos años mayor que sus amigos, aparenta sin embargo muchos menos. Siempre preocupado por su imagen, agota en el gimnasio el poco tiempo que le permite su trabajo como comercial de maquinaria industrial. Vive en una urbanización de las afueras, con piscina y pista de tenis, que no utiliza. Su soledad es decisión propia, una imposición hecha a sí mismo. Atractivo para el sexo opuesto, su intermitente relación de seis años con una chica lo convenció de que no estaba hecho para convivir con nadie, ya era difícil convivir consigo mismo. Mario tiene muchos miedos, pero no sabe que todos parten del miedo a sí mismo.

VII

            ¿Se encuentra bien?, preguntó el camarero. Tomás seguía tosiendo. Si, no es nada. Pagó y se marchó. Al salir del bar, una bocanada de aire le repuso del ataque de tos. Notó que por primera vez en mucho tiempo era feliz. Parecía que su pasado era un sueño, que se diluía a medida que empezaba a tomar sus propias decisiones. ¿Por dónde voy?, por aquí mismo, se dijo, sin importarle el rumbo.

            Después de tres horas de camino, de nuevo cansado, decidió sentarse en la sombra de una alameda que había en la parte derecha de la carretera, cuya sombra invitaba al reposo. Sí, es lo que quiero, se decía. Me voy a fumar otro cigarro… vaya, no tengo fuego.

VIII

            Alfonso es un hombre triste, vive en una profunda apatía. Ni siquiera el hecho de tener un hijo lo reenganchó a la vida. Simplemente decidió no empezar de nuevo, y dejarse llevar por la tristeza. La librería, su vida, no era para él más que el recuerdo perpetuo de la ausencia de ella. Lector empedernido, Alfonso cambió. Lleva años sin leer.

            Tras concluir su siempre exigua cena, e imbuido en su melancolía, el padre de Tomás se disponía a acostarse en la cama. El teléfono le sobresaltó. No está, ¿quién es? Necesito hablar con él, es importante, pidió la voz de mujer que sonaba al otro lado. ¿Quién es usted?, insistió. Eso no tiene importancia, respondió ella. No terminó de preguntarle por su nombre una tercera vez cuando ella colgó el teléfono.

IX

            En la cafetería de siempre, desayunando, Nico no ocultaba su creciente inquietud a Mario. ¿Y si ha conocido a alguien?, preguntó, ¿y si está metido en algún lío? No lo creo, respondió Mario en tono de burla, procurando tranquilizar a su amigo. Tomás es raro, añadió, pero no es de esas personas que se meten en líos. Seguramente, seguía diciendo Mario, esté por ahí, pensando, ya sabes, siempre está pensando. Y ya ves al padre, tú mismo viste ayer lo tranquilo que estaba. Ya sabes que Tomás nunca cuenta lo que hace ni a dónde va, ni a nosotros que somos sus únicos amigos, ni a su padre.

 Quedaron en ponerse en contacto si había alguna novedad. Hoy pagaba Mario.

X

            Alfonso colgó el teléfono, asombrado. Una mujer, preguntando por mi hijo, se dijo incrédulo. Empezó a sentir un leve hormigueo en el estómago. La voz grave, rozando la exigencia, de aquella mujer, parecía no mostrar verdadero interés por Tomás, sino tan sólo por su paradero. Eso lo estremeció. No recordaba haber estado preocupado por su hijo desde hacía mucho tiempo. Acostumbrado a su introversión, jamás vio la necesidad de preocuparse por él. Él, en su mundo, y yo en el mío, como una especie de norma de convivencia no escrita pero aceptada y respetada por ambos. Sin embargo, ahora, Alfonso quería que su hijo volviera. La voz de la mujer resonaba en su mente.

XI

            ¡Mierda, me he quedado dormido! ¡Mierda!, exclamó de nuevo Tomás. No tenía reloj. La noche era cerrada, y supuso que era tarde. Por primera vez desde que inició la aventura tuvo miedo. ¿Qué hago?, se preguntó. Bueno, ¿es lo que quiero no? aventuras, concluyó para animarse. Trató de situarse para encontrar el camino por donde vino, al recordarlo, volvió sobre sus pasos. La soledad no le asustaba, llevaba muchos años acostumbrado, tampoco la oscuridad del camino. Lo que le inquietaba era la incertidumbre de su destino. Su vida se basaba hasta entonces en una completa seguridad, en una rutina, sin complicaciones, sus amigos, su casa, su padre, dejarse llevar. La decisión de marcharse abría en él un horizonte nuevo. Ya no era un mero espectador que observaba el pasar del tiempo, ahora era actor, y desde este momento interpretaba un papel, él era el personaje principal, pero el escenario le era desconocido, totalmente nuevo. Con este pensamiento, caminaba con la intención de improvisar, de marcar su destino a cada paso, lo que no esperaba era que el destino se encontraría con él.  A lo lejos vio los faros de un coche. El coche disminuyó la velocidad al acercarse, entonces paró.

            ¡Es usted! dijo el camarero, que se dirigía a su casa. ¿Qué hace aquí?, preguntó. Me he quedado dormido, respondió Tomás, sonriendo, sintiéndose más tranquilo al ver una cara conocida. Ande suba, si quiere le llevo.

¿Cómo se llama?, preguntó el camarero. Tomás, respondió. ¿A dónde le llevo, dónde vive? Déjeme en el primer pueblo que lleguemos, ya encontraré un sitio donde pasar la noche. El camarero le miró extrañado, pero decidió no preguntar más. Tomás le devolvió la mirada, y mostrándole un cigarrillo preguntó ¿Tiene fuego, por favor?

XII

            Alfonso apenas cenó, se sentía raro, estaba preocupado, por primera vez en mucho tiempo algo le aferró a la realidad. La realidad era que su hijo había desaparecido sin dejar rastro alguno. Empezó a sentirse culpable, y este nuevo sentimiento para él le intranquilizó aún más. Decidió echar un vistazo a la habitación de Tomás. Sencilla, con una pequeña ventana cerrada a la derecha, una cama deshecha al fondo, con una mesita de noche azul a su lado que sostenía varios cómics y una lámpara del mismo color azul, cuya luz daba a la habitación un halo nebuloso, grisáceo, invadido de soledad. En la otra pared un ropero abierto, con ropa desordenada, y olor a sudor, a habitación no ventilada. Un póster de una casa de madera rodeada de álamos decoraba la pared blanca y agrietada encima de la cama. Alfonso se acercó a ese póster que su hijo colocó hace dos años. Nunca le preguntó el motivo, porque pensaba que no había un motivo importante. Lo había visto siempre de pasada, pero nunca se detuvo a observarlo. Al acercarse, vio escritas dos palabras en la fachada de la casa, encima de la puerta principal: El Refugio. Por un momento se quedó pensativo, pero era ya muy tarde y decidió irse a dormir. Seguro que no pasa nada, se dijo. No pudo dormir.

XIII

            Llegaron a un pueblo, en cuya silueta de luces anaranjadas producidas por la iluminación de las calles destacaba la torre de una iglesia, que parecía velar el sueño de sus habitantes. Yo vivo aquí, dijo el camarero, y me temo que no va a encontrar  sitio donde dormir, no hay hoteles ni pensiones, no es un pueblo muy turístico. No se preocupe por mí, dijo Tomás, ya ha hecho bastante. Tras varios segundos pensando, el camarero suspiró, resignado. A las afueras, en el polígono, tengo una nave, puede dormir allí, hay una cama, algo de comida y una tele. Tomás aceptó el ofrecimiento. Demasiada aventura por hoy, pensó.

            Tomaron la carretera que circundaba el pueblo, y tras pasar la zona del cementerio giraron a la derecha. Entraron en el pequeño polígono industrial por la calle principal, tímidamente iluminada. Al final de la misma estaba la nave. Tras abrir la puerta metálica de color verde, ya medio oxidada, el camarero encendió las luces. La nave era pequeña, llena de botelleros y cajas, y un tejado de uralita recién instalado. A la derecha, un pequeño despacho con una mesa, una silla de oficina y una lámpara. Frente a la mesa había un pequeño frigorífico, justo al lado del mueble cama que el camarero abrió y preparó. Ya está lista, si quiere puede coger mantas en el cajón del mueble, dijo. No sé cómo agradecérselo, dijo Tomás. No se preocupe, mañana por la mañana vendré a verle, ahora descanse. Tomás era feliz, el primer día acababa bien, y con ese pensamiento se sentó en la cama. Al rato se dio cuenta de que seguía sin fuego.

            La luz de la mañana se filtró por la ventana del despacho e iluminaba el resto de la nave. Tomás comprobó que el tejado de uralita estaba recién instalado. Se levantó y descubrió un pequeño aseo frente al despacho. Una vez vestido, decidió salir de la nave para tomar un poco de aire mientras esperaba al camarero. Ya había movimiento en el polígono, el ruido de los coches se entremezclaba con el sonido de la gente incorporándose a sus tareas diarias. Tomás se sentía más vivo que nunca, y hambriento. Lo que no sabía es que pocos segundos después encontraría aparcado un deportivo gris de tres puertas que le resultó muy familiar. Con un nudo en el estómago se acercó y comprobó la matrícula. Era el coche de Mario.

XIV

            El sonido del teléfono sobresaltó a Alfonso, que rápidamente se levantó. Un escalofrío recorrió su cuerpo al contestar la llamada, cuando volvió a escuchar aquella voz de mujer. ¿Quién es usted?, suplicó Alfonso. Eso no tiene importancia, respondió. ¿Dónde está Tomás? Alfonso tardó en contestar. No sé nada de él desde hace dos días, dijo. ¿Ha llamado a la policía?, preguntó la mujer. Aún no, pensaba hacerlo hoy, respondió el padre, nervioso. No lo haga, ordenó ella. ¿Por qué no? A Alfonso no le salía la voz. Porque él volverá, no hable con nadie. Dicho esto, la mujer colgó.

            Alfonso se vistió con torpeza, le buscaré, pensó. Salió a la calle rápidamente. Al salir del portal, se quedó mirando su vieja librería, suplicante, como si ahí estuviese la respuesta a sus preguntas. Jamás había deseado tanto ver a su hijo, pero no sabía por dónde empezar la búsqueda. De repente, notó que un rostro le miraba desde el escaparate, se le encogió el corazón. ¿Sabe algo de su hijo? Alfonso se dio la vuelta asustado, el rostro que vio era el reflejo de Nico.

XV

Tomás corrió hacia la nave. Mi aventura no puede acabar aquí, ¡vaya suerte la mía!, protestó. El camarero estaba en el despacho, acababa de llegar. ¿Qué le ocurre?, preguntó, le noto asustado. Tomás recogió sus cosas atropelladamente. Debo irme de aquí. ¿A dónde? No puedo decirle nada, debo irme ya. Dio la vuelta y salió por la puerta. ¡Espere! oyó de lejos la voz de su samaritano, que se quedó inmóvil en el despacho, incrédulo. Disgustado, se sentó en la cama, asimilando lo que acababa de ocurrir. Sumido en esos pensamientos vio un papel en el suelo, extrañado, lo cogió y observó que había escritos un número de teléfono y dos palabras. Las leyó en voz alta: El Refugio.

XVI

La presencia del coche de Mario hizo que Tomás se sintiera acorralado. Había tomado una decisión, y no permitiría que nada se interpusiera. El camarero debe pensar que estoy loco, pero no puedo quedarme con él. Mario puede aparecer en cualquier momento. Efectivamente, apareció, saliendo junto a otro hombre de una de las naves, y por la expresión de ambos debían de hablar seguramente de negocios. Tomás se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Se acabó, pensó. Por fortuna para él, una furgoneta aparcó a su lado, ocultándole. Decidió entonces que esta era su oportunidad, y reemprendió la carrera. De todos los polígonos que hay en este jodido mundo, Mario ha tenido que venir a hacer negocios precisamente a éste, pensó, enojado.

XVII

            ¿Sabe algo de su hijo?, repitió Nico. Alfonso, aún aturdido tras el susto respondió, no, no sé dónde puede estar. Permanecieron unos instantes en silencio. ¿Y qué hacemos?, preguntó Nico. Entonces Alfonso decidió hablarle de las llamadas de aquella mujer. No sé quién puede ser, comentó el amigo de Tomás, pero tiene pinta de saber algo que nosotros no sabemos. ¿Y si avisamos a la policía? No, respondió Alfonso, la mujer me dijo que no hablara con la policía. Me dijo que volvería. En ese momento sonó el teléfono de Nico. He visto a Tomás, escuchó, era la voz de Mario, parecía que huía de algo, he dado aviso a la policía. ¿Qué pasa?, preguntaba Alfonso, desesperado. Nico miró a al padre de Tomás, cuya mirada imploraba una respuesta esperanzadora. Nos vamos, respondió Nico, Mario le ha visto.

XVIII

            El camarero esperaba que alguien respondiera al teléfono, tras el cuarto tono escuchó la voz grave de una mujer. Buenos días, ¿Conocen a un tal Tomás?, preguntó. ¿Quién es usted?, respondió la mujer, ¿desde dónde llama? ¿le ha visto? Durmió aquí esta noche, dijo el camarero. ¿Lo conoce?, añadió. Necesitamos encontrarle urgentemente, ¿está con usted?, ¡dígame dónde está!, exigió la mujer. Se marchó hace un rato, estaba nervioso y no dio explicaciones, respondió Juan. ¿Cómo ha dado con este teléfono? Estaba escrito en un papel que encontré en el suelo, se le debió caer al marcharse. Nada más darle las señas de la nave la mujer colgó el teléfono. En ese momento el camarero sintió que no debía haber llamado a ese teléfono. ¿Qué está ocurriendo aquí?, se preguntó. La voz de la mujer no le inspiraba confianza, y su tono grave y exigente lo inquietó. Decidió avisar a la policía.

XIX

            Una vez hubieron aparcado, Mario se acercó al coche, le acompañaban dos agentes de policía. ¿Sabes algo más?, preguntó Nico. Han visto a un hombre saliendo del pueblo, corriendo, respondió. ¡¿De qué huye?! Exclamó Alfonso, aterrado, ¡¿qué le ocurre a mi hijo?!

XX

            Tomás decidió descansar, el sol ya se imponía en el cielo despejado, hacía calor, pero él estaba acostumbrado. Se dirigió por un camino de tierra que salía de la carretera y acababa en una pequeña alameda, muy parecida a la que le sirvió de descanso el día anterior. Una vez sentado, escuchó la voz de la mujer. Sabía que vendrías aquí, dijo, siempre la sombra del álamo ¿verdad?, como en casa, añadió. Alarmado, se levantó rápidamente, ¿qué haces aquí?, preguntó. He venido para llevarte a casa Tomás. ¡No, El Refugio no es mi casa!, exclamó. ¡Si no es por las buenas, tendrá que ser por las malas! La mujer sacó una jeringuilla del bolsillo, no me gusta hacer esto Tomás, dijo, pero no me das más opción. ¡No!, gritó Tomás, y dando la vuelta para salir corriendo chocó con dos hombres vestidos de camisa azul y pantalón oscuro. ¡Soltadme! Los dos hombres le tenían agarrado por los brazos, y ella se acercó lentamente con la jeringuilla en la mano. La mujer adquiría un tono conciliador. Estás nervioso Tomás, debes tranquilizarte, sabes que tus hermanos te esperan con los brazos abiertos, sube al coche con nosotros y olvidemos todo esto. Tu vida está con nosotros, en El Refugio. ¡No sois mis hermanos! De repente, dos coches se acercaron, la policía había llegado. ¡Vamos rápido, subidle al coche!, ordenó ella. Con el forcejeo Tomás consiguió zafarse de los dos hombres que lo sujetaban, y corrió hacia sus salvadores. Cuando los dos hombres iban tras él, la mujer les gritó ¡dejadle, y marchémonos! Al dirigirse a su coche, vio que éste ya no estaba solo, había dos agentes de policía custodiándolo. Mientras tanto, Tomás vio que de uno de los coches de policía salían Nico, Mario y su padre. Cayó de rodillas y empezó a llorar.

XXI

            En una de las salas de la comisaría, Tomás y su padre estaban solos. Lo siento papá. Calla, no digas nada. Se abrazaron. No sé cómo me dejé convencer, parecía que daban sentido a mi vida pero... Calla, no hables, le repitió su padre, las lágrimas recorrían sus mejillas. Nico y Mario entraron en la sala, han detenido a todos. Tomás sonrió, ¿un café?, sugirió, hoy pago yo. Cuando salían de la sala, Tomás sujetó el brazo de su padre y, apartándolo de sus amigos le miró a la cara. Papá, debemos abrir la librería dijo, y tiró la cajetilla de tabaco en la papelera.

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